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10 de marzo de 2014

Primer capítulo de LA ETERNA TRAVESÍA DEL ALMA


LA ETERNA TRAVESÍA DEL ALMA

Mi primera novela "La eterna travesía del alma" la empecé a escribir hace varios años. He de confesar que se parece muy poco a lo que tenía planeado en un principio para ella. Pero es que a medida que fui avanzando en su trama, los personajes me fueron llevando por donde ellos quisieron. No tenía planeado que apareciesen lamas tibetanos, ni monjes franciscanos. O que apareciese una casa cueva donde pasan cosas misteriosas. Tampoco sabía que la trama transcurriría en Madrid, Asturias, la India y el Tíbet. No sabía que Ana, el personaje principal de la novela, terminaría siendo acompañada por personajes secundarios que llevarían tanto peso en la trama como ella. Reconozco que no sabía muchas cosas, pero algo si tenia claro desde el principio, que en mi manuscrito se reflejaría, de alguna manera, mi forma de entender la vida. 

Os adelanto el primer capítulo del libro. Espero que os guste.

LA ETERNA TRAVESÍA DEL ALMA

PRIMERA PARTE: "DE LA MANO"

Capítulo 1
 “LA DECISIÓN”
Mientras subía las escaleras, no podía dejar de temblar pensando en lo que iba a hacer. Se sentía llena de dudas, alentadas por el intenso miedo que le provocaba tomar una decisión tan importante. Pero, después de todas las vueltas que le había estado dando, de pasar noches sin dormir sopesando los pros y los contras…, ahora no podía ni quería echarse atrás, pues a pesar de la inseguridad que sentía, a pesar del vértigo que le producía hacer una cosa así y de ese ahogo en el pecho que casi no la dejaba respirar, reconocía que tenía que hacerlo…, no había más remedio. Aun así, no se lo podía creer cuando su mano giró el pomo y abrió la puerta de la oficina de Recursos Humanos, donde se encontraba un funcionario medio adormilado, sentado delante de su mesa, con una taza de humeante café entre las manos.
Sin rodeos, para intentar contener las ganas que tenía de darse la vuelta y salir corriendo, Ana le soltó, antes incluso de que él levantara la cabeza para verla, que deseaba solicitar una excedencia. El funcionario, fastidiado por haber sido interrumpido mientras se hacía a la idea de que tenía que ponerse a trabajar, le echó una mirada furibunda y luego, dejando la taza de café sobre la mesa, se puso a buscar, de muy mala gana, unos papeles que no tardó en encontrar metidos en un archivador. Alargándoselos a Ana, le dijo con voz seca que se los llevara, que tenía que devolvérselos debidamente cumplimentados y firmados.
Para disgusto del funcionario, que tenía la esperanza de volver a quedarse solo para poder disfrutar tranquilamente de su café, aquella mujer, en vez de marcharse, se sentó en una mesa adyacente, en la que aún no había nadie trabajando, y se dispuso a rellenarlos sin más dilación.
No tardó mucho en devolvérselos, debidamente cumplimentados como él le había pedido. Aquel hombre, resignado ya a empezar con su trabajo, tras comprobar que estaba todo correcto, les estampó el sello correspondiente y, dándole una copia a Ana, le dijo, con voz cansina y cara de perro, que la aprobación de su excedencia se demoraría un tiempo hasta que se comprobara si se la podían conceder.
A partir de aquel día, intentaba pasar de todo, pensando que ya no merecía la pena enfrentarse con nadie,  pero no podía, al contrario, estaba más susceptible y nerviosa que de costumbre y saltaba a la mínima. Cuando se le pasó la satisfacción de haber tenido el valor de presentar la solicitud, se le puso una angustia permanentemente agarrada en la boca del estómago. Apenas podía comer y no descansaba, ni de día ni de noche. Fueron unos días de interminable espera… para todos, porque en lo que se refería a sus compañeros, se alegraron enormemente cuando se enteraron de la noticia. La situación también era insoportable para muchos de ellos. En cuanto les llegó el rumor de la posible marcha de su jefa, todos se sintieron aliviados y felices por ello: «Por fin podrían volver a trabajar en paz».
Ana había cogido muy mala fama por culpa de las continuas broncas que tenía con la gente, sobre todo desde que la habían ascendido al puesto de jefa. Su adicción al trabajo y su carácter perfeccionista le habían valido el reconocimiento de sus superiores, lo que le había supuesto un ascenso en pocos años, pero como jefa se había convertido en la peor pesadilla de sus subordinados, ninguno de los cuales parecía estar nunca a la altura de lo que ella les exigía. Continuamente les recriminaba por cualquier cosa, generando en ellos un gran malestar. Había conseguido que para la mayoría de la gente de la oficina fuera especialmente duro ir a trabajar cada día sabiendo que tenían que encontrarse de nuevo con ella.
Pero Ana no lo pasaba mejor. Desde hacía ya mucho tiempo, cuando llegaba el domingo por la mañana, se ponía mala solo con pensar que al día siguiente tenía que regresar al trabajo. Odiaba discutir con la gente, pero sentía que no podía evitarlo: primero, porque creía que debía mantenerse firme ante ellos por miedo a que no le hiciesen caso; y segundo, porque no quería quedar mal ante sus superiores por culpa de sus subordinados que parecían empeñarse en no querer cumplir bien con su trabajo solo por fastidiarla. No se fiaba de ninguno de ellos. Se los imaginaba criticándola a sus espaldas, ideando la manera de desacreditarla ante sus superiores. No les soportaba, les consideraba unos vagos y unos incompetentes.
Había empezado a odiar su trabajo como consecuencia de las tensiones que sufría en él cada día. Ya ni se acordaba de la gran satisfacción personal que en su día supuso para ella aprobar las oposiciones que le permitieron entrar a trabajar en aquel Ministerio.
Siempre se le habían dado muy bien los estudios, eso a pesar de que  en casa no lo tenía nada fácil para concentrarse. Con frecuencia el ambiente era muy tenso por culpa de las broncas que solía haber.
Fernando, su padre, que había trabajado como militar hasta su jubilación, era una persona que se consideraba más inteligente que las mujeres por el hecho de ser un hombre. En el hogar, se tenían que aceptar siempre sus puntos de vista como los únicos válidos. La opinión de Raquel, su mujer, no contaba para nada. Exigía que su esposa apoyara siempre su forma de actuar, tanto en público como en privado, aunque no estuviese de acuerdo. La madre de Ana no podía pensar por sí misma porque para eso estaba él, el dueño y señor de la casa. No la dejaba leer los periódicos y mucho menos entretenerse leyendo algún libro. La relegaba al cuidado de la casa y de su hija y ni siquiera eso parecía hacerlo al gusto de él, que siempre encontraba fallos en todas las cosas que hacía, lo que provocaba que se desatara su ira a la mínima.
Fernando llegaba muchas veces amargado del trabajo y lo pagaba con su familia criticando cualquier cosa que se le ocurriera solo para justificar su arranque de ira que solía desembocar en violencia hacia su mujer e incluso hacia su hija si hacían algo que le disgustara, cosa que solía suceder con frecuencia.
Cuando Ana era pequeña su madre aprovechaba cuando la llevaba al colegio o al parque para pasar un buen rato charlando con otras madres. Gracias a eso, Raquel se había hecho algunas buenas amigas hasta que Fernando le prohibió quedar con ellas alegando que eran una mala influencia y que le estaban llenando la cabeza de pájaros. También consiguió apartarla de su propia familia convenciéndola de que cada vez que iban a verles le ponían mala cara y lo trataban con desprecio, cosa que no era cierta.
Total que, al final, Raquel tan solo podía salir de casa para ir a la compra y poco más. La pobre no tenía a nadie con quien poder hablar. Pasaba gran parte del tiempo deprimida y amargada. Se esforzaba por estar bien ante su hija, pero con el paso del tiempo su ánimo se fue apagando poco a poco. Llegó a un punto en el que parecía que ya no le importaba nada, ni siquiera su propia hija, que se desvivía por intentar conseguir algo de cariño de sus padres sin lograr otra cosa que algún beso o abrazo aislado de su madre y las continuas broncas injustificadas por parte de Fernando.
En ese ambiente, fue creciendo Ana hasta que llegó el día, cuando tenía veinte años, en el que se le presentó la oportunidad de alquilar una pequeña buhardilla por un precio muy económico, por lo que aprovechó para irse a vivir sola. Cada vez soportaba menos a su padre y le destrozaba ver a su madre deprimida casi todo el tiempo, sin ganas ni fuerzas para salir de aquella situación de malos tratos en la que vivía. Pero ella sí podía alejarse de allí para empezar una nueva vida.
Se sentía como en una nube cuando durmió por primera vez en su pequeña buhardilla del centro de Madrid. No necesitaba lujos para ser feliz, se conformaba con estar en un lugar donde no tuviese que soportar gritos ni broncas, un lugar donde pudiese estar en paz.
Lo malo fue que cuatro meses después de independizarse, a su madre le diagnosticaron cáncer de páncreas. Los médicos dijeron que no había nada que hacer y la ingresaron en el Hospital Militar Gómez Ulla, donde pasó los dos últimos meses de su vida. Ana tuvo que ponerse de acuerdo con su padre, turnándose con él para no dejarla sola. Fernando, que en aquella época ya estaba jubilado, se quedaba con Raquel durante el día y Ana se quedaba con ella por la noche, durmiendo en una cama supletoria que había en la habitación, aunque lo de dormir era un decir, pues se levantaba cada poco para ver cómo se encontraba su madre.
Fueron unos meses terriblemente duros. Por fortuna, esta vez Fernando estuvo a la altura de las circunstancias y, quizá por primera vez en su vida, dejó a un lado su egoísmo para ocuparse de su mujer. Ana nunca le había visto tan vulnerable e inseguro. Aunque procuraba hacerse el fuerte ante su mujer y su hija, a veces, se iba a la sala de espera y, cuando pensaba que nadie le veía, se quitaba la máscara de falsa serenidad y lloraba durante un buen rato, desahogando su tristeza antes de regresar a la habitación junto a su esposa.
Un día, los médicos les avisaron de que estuviesen preparados para lo peor, que la muerte de Raquel podía producirse en cualquier momento. La pobre mujer ya llevaba una semana demasiado drogada como para enterarse de nada. Se pasaba la mayor parte del tiempo dormida y, cuando despertaba, tenía la mirada perdida en ninguna parte o se ponía a conversar con gente imaginaria.
Su muerte se produjo por la noche. Ana y su padre estaban a su lado. Desde que los médicos les habían advertido de la cercanía de su fallecimiento, ambos permanecían las veinticuatro horas del día junto a ella. Raquel simplemente se quedó dormida y ya no despertó. A eso de las cuatro de la madrugada dejó de respirar. Cuando vino el médico para certificar su muerte, padre e hija se derrumbaron y lloraron amargamente. Ambos estaban destrozados.
Fernando sin su mujer parecía como un niño desvalido. Le decía a Ana lo mucho que se arrepentía de haber tratado mal a su madre, a la que ponía en un altar por haberle aguantado tantos años. Su hija se compadecía de él al verle tan solo y triste. Creía que, al fin, su padre había cambiado, que ya no era el hombre insensible y egoísta de antes. Solía ir a visitarle con frecuencia para ver qué tal se encontraba. Ocho meses después de la muerte de Raquel, empezó a salir con otra mujer, Marta, algo más joven que él, a la que, al principio, trataba como a una reina.
Después de un año de relación, Fernando y su novia se casaron. Tras su matrimonio, no tardaron en aparecer los primeros problemas. El padre de Ana comenzó a comportarse con su nueva esposa como lo había hecho con su anterior mujer, de forma despótica y violenta. Marta aguantó diez años de malos tratos sin reaccionar, hasta que al fin le denunció a la policía después de una paliza en la que le rompió algunas costillas. Varias denuncias después, Fernando terminó con sus huesos en la cárcel.
Cuando ocurrió eso, Ana hacía muchos años que ya no se relacionaba con su padre. Al enterarse de que estaba saliendo con otra mujer cuando ni siquiera había pasado un año de la muerte de su madre, se molestó muchísimo, tuvieron una fuerte discusión y decidió que no volvería a verle nunca más, aunque siguió al tanto de todo lo relacionado con él. Se había puesto de acuerdo con una vecina, a la que conocía desde que era pequeña, para que la llamase, de vez en cuando, contándole cómo le iba a Fernando
No se sorprendió cuando se enteró de que le habían encerrado en la cárcel porque su esposa le había denunciado por malos tratos y se alegró al saber que Marta había pedido el divorcio y se había ido a vivir a otra ciudad. Pensó que, al menos ella, había tenido el valor que le había faltado a su madre para alejarse de Fernando y empezar una nueva vida.
En la época en la que Ana pidió la excedencia, habían pasado un par de años desde que supiera que su padre había salido de la cárcel. Sabía que Fernando había estado buscándola, pero ella no tenía ninguna gana de volver a verle. Por fortuna, él no tenía su nueva dirección ni tampoco sabía dónde trabajaba.  


ÍNDICE

PRIMERA PARTE: De la mano.

Capítulo 1: La decisión
Capítulo 2: Recuperándose.
Capítulo 3: El encuentro.
Capítulo 4: De la  mano.
Capítulo 5: La amiga.
Capítulo 6: Una triste noticia.
Capítulo 7: Perdida en algún lugar.
Capítulo 8: Las sorpresas.

SEGUNDA PARTE: “La historia de Tenzing”.

Capítulo 9: La revuelta.
Capítulo 10: El nacimiento y la huida.
Capítulo 11: Hacia el exilio.
Capítulo 12: La huida de Yongden.
Capítulo 13: Una nueva vida.
Capítulo 14: Norbhu se convierte en Tenzing.
Capítulo 15: Antonio, el budista asturiano.
Capítulo 16: El encuentro con Alba.
Capítulo 17: La carta.
Capítulo 18: El adiós de Yongden.
Capítulo 19: Audiencia con el Dalai Lama.
Capítulo 20: Tenzing en Asturias.
Capítulo 21: Bajo el tejo milenario.
Capítulo 22: El descubrimiento.
Capítulo 23: En el interior de la cueva.
Capítulo 24: El fraile franciscano.
Capítulo 25: El misterioso peregrino.

TERCERA PARTE: La eterna travesía del alma.

Capítulo 26: El verdadero dueño del colgante.
Capítulo 27: El perro fugitivo.
Capítulo 28: De visita en la casa-cueva de Tenzing.
Capítulo 29: María.
Capítulo 30: ¡Maldito cabrón!
Capítulo 31: La muerte de Abelardo.
Capítulo 32: La huida.
Capítulo 33: Frente a frente.
Capítulo 34: ¿Sueño o realidad?
Capítulo 35: De vuelta en la cueva.
Capítulo 36: En la sala de las pinturas rupestres.
Capítulo 37: Como una bola de luz.

EPÍLOGO.

BIBLIOGRAFÍA.